Caminando ando

El día después de la alta lluvia en Alta Gracia recorrería una parte de la sierra cordobesa con un grupo; mas el clima siguió igual, por lo que minutos después de que me alisté para ir, me informaron que se pospondría. Volví a la cama. Feliz de poder seguir durmiendo, pero un poco decepcionada. Pasé ese domingo boludeando con mis compañeros: riendo, tomando mate, comiendo galletitas con dulce de leche y, dentro de todo, tratando de escribir.

Transcurrió una semana para que pudiera tener mi primera experiencia de trekking... Bueno, primera en otro país. Luego de que alguien me preguntara si esto se hace en mi ciudad, me puse a pensar y recordé que algo similar hicimos en tercero de secundaria con el Profe Fidel. No era precisamente un guía, y desconozco si es una actividad que promuevan para los turistas como lo hacen aquí. Esa vez en el cerro del gigante (sí, argentinos, así se llama) también me caí y me divertí tanto como me cansé, así que creo que cuenta.

En fin, un sábado antes me abstuve de salir de fiesta. Comí choripanes con mis compañeros, preparé mis cosas y dormí. Llegó el día, me vestí y salí. Llegué al punto de encuentro y lo primero con lo que me encontré fue que hacía un poco de frío. No había mucho que pudiera hacer, pues mis chamarras (camperas) estaban en la tintorería y aquí les toma siglos tener la ropa lista. ¡Cómo extraño mi ropa, carajo! Finalmente empezó a llegar la gente, no conocía a nadie, pero todos me decían que me iba a morir de frío. ¿Qué hacía? Sólo me podía resignar e ilusionarme con entrar en calor al caminar. La organizadora me dijo que ella llevaba algo extra que quizá ayudaría, bueno, ya estaba. Después llegó mi amigo y sugirió ir a su casa por ropa, estábamos cerca y había un poco de tiempo. No sé si lo hubiera pasado igual de bien si no hubiera estado abrigada. 

Luego de un par de horas de camino, llegamos a las sierras y me sentí un poco en casa al ver montañas y árboles. Aunque tenía sueño y una parte de mí deseaba estar pegada a la cama, la otra parte estaba emocionada. Cuando por fin llegamos a La Cumbrecita me maravillé con las casitas de estilo europeo y el sendero pedregoso que las atraviesa. Me sentía en cuento de los hermanos Grimm y creo que eso ya lo había dicho en alguna otra publicación. Y, bueno, esa sensación de figurar en historia fantástica persistió el resto del día.

Fotografía por Pablo Andrada
Nos despedimos del pueblo y empezamos a sumergirnos en la sierra. Caminamos un poco dispersos hasta que no hubo opción y tuvimos que ir en línea. El terreno no fue complicado en un inicio, pero mientras más nos adentrábamos más hostil y bello era. Casi como yo... Ok, sigamos con la descripción. Primero, tuvimos que comenzar a levantar más los pies para caminar y evitar enredarnos o tropezar con los yuyos (hierba); luego, con la ayuda traicionera de piedras resbalosas atravesamos el río para así llegar a una parte totalmente distinta a la inicial, en donde los árboles con grandes troncos y hojas con una tonalidad verdosa más fuerte me hicieron recordar a Los Azufres, Michoacán. Ahí encontramos hongos y zarzamoras, probé un poco de las últimas.

Cuando salimos del bosque encantado, llegamos a un punto con una vista envidiable. Naturaleza y más naturaleza. No se veía la mano del hombre por ningún lado. La caminata era cada vez más inclinada y de repente pensé que fue muy buena suerte la mía, ésa de haber decidido cambiar mis hábitos unos años atrás. De no haber sido por eso, no hubiera podido resistir caminar por tanto tiempo, controlar mi respiración y disfrutarlo al mismo tiempo. Aunque, debo admitir, en momentos deseaba otro pulmón y me sorprendía que las otras chicas pudieran ir hablando.

En la siguiente parte pensé en los hobbits y me pregunté cómo carajos le hacían para poder caminar descalzos tantos kilómetros sin bofearse cada cinco. Luego escuché la voz de mi madre diciéndome: "ay, hija, es una película", y me calmé. Continuamos. Luchaba por no perder el equilibrio y caminaba torpemente con las manos elevadas mientras rodeábamos un cerrito. Nos detuvimos un poco para hacer el segundo desayuno (como hobbits, precisamente). La tierra se sentía cada vez más húmeda e inestable, la hierba más combativa y difícil de retirar de la ropa. Eso significaba que estábamos cerca de las cascadas.

Un par de resbalones, raspones, rasguños y caídas después llegamos este hermoso sitio.
Almorzamos, descansamos un poco y bebimos mate cocido de una forma bastante peculiar. Para empezar, no sabía cómo es que herviríamos el agua, pero no contaba con que el guía era todo un Samwise Gamgee que guardaba ollitas, remedios y menjunjes en su mochila. Me sentí muy improvisada al sólo llevar agua, papel y comida. Me hizo falta Tati (papá) para que me prestara su navaja tipo MacGyver, algún equipo ligero onda oso Yogui que sólo Sam's o Costco vendería.

Al estar ahí, recostada y silente, no pensaba en nada. De esas veces en que si puedas pedir un deseo, pedirías únicamente una almohada y un libro. Así. Luego el sol empezó a ocultarse y supimos que era hora de regresar. Nos daba un poco de paja (hueva) pensar en todo lo que tendríamos que atravesar nuevamente. Yo sólo enfocaba mis energías en mis piernas y mi vejiga, debían mantenerse equilibradas por tres horas más.

Ya con un poco más de seguridad, hicimos el regreso. Esperábamos con ansia volver a ver el pueblito y, cuando lo hicimos, acudimos a una tienda de regalos. La señal regresó a los celulares, oímos el claxon de los pocos autos que andaban por ahí y supimos que River había salido campeón.

Un par de horas, una siesta en partes y una muy buena compañía fueron parte del regreso a Córdoba. Cómo deseaba dormir, aunque fuera en ese colchón-oblea que tengo por cama. Cuando llegué a casa supe que mi sueño tendría que esperar, un asado al que habíamos sido invitadas nos esperaba. Y, bueno, podría dormir después. Al fin que los sueños los tengo aun despierta.

Fotografía por Pablo Andrada


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